Evangelio de este domingo de la trigésima tercera semana del tiempo ordinario del ciclo “B”:
En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: - En
aquellos días, después de una gran tribulación, el sol se hará tinieblas, la
luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo, los ejércitos
celestes temblarán. Entonces verán venir al Hijo del hombre sobre las nubes con
gran poder y majestad; enviará a los ángeles para reunir a sus elegidos de los
cuatro vientos, del extremo de la tierra al extremo del cielo. Aprended lo que
os enseña la higuera: cuando las ramas se ponen tiernas y brotan yemas, sabéis
que la primavera está cerca; pues cuando veáis vosotros suceder esto, sabed que
él está cerca, a la puerta. Os aseguro que no pasará esta generación antes de
que todo se cumpla. El cielo y la tierra pasarán, mis palabras no pasarán. El
día y la hora nadie lo sabe, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, sólo el Padre.
Estamos
llegando al final del tiempo litúrgico que está a punto de acabar y empezar uno
nuevo con el inicio del Adviento, y como todos los años las lecturas de la Misa Dominical nos hablan del
fin de los tiempos.
En
la vida todo es un proceso de vida y muerte. Lo viejo tiene que terminar y dar
paso a lo nuevo. Este tiempo llegará a su fin, entonces Jesús aparecerá en gloria y majestad y juzgará al mundo. Aquellos que han vivido de acuerdo a la
VERDAD pasarán a la gloriosa eternidad, los que le han
rechazado, los que han cerrado su corazón a la gracia del Espíritu Santo,
aquellos que no le han querido recibir en el templo de su corazón serán
condenados.
Pero
el hecho de que la liturgia nos presente este tema del fin del mundo, no es ese
el pensamiento o la preocupación que ha de “atormentar” nuestra existencia. Eso
que ha de suceder con este mundo nuestro también antes tiene que suceder con
cada uno de nosotros, también nuestro cuerpo mortal ha de pasar por ese proceso
de vida, muerte, vida. Estamos llamados a vivir como aprendizaje para
experimentar la Eternidad
a la cual estamos destinados por un Dios que es Creador y Padre y lleno de
AMOR, y esa inmensidad de Amor de este nuestro Dios no podía quedar encerrada
en ese divino corazón, sino que tenía que prolongarse a su obra creadora, y de
toda esa maravillosa obra creadora a la humanidad, a cada uno de nosotros
creados por Él a su IMAGEN Y SEMEJANZA.
Por
eso preocupémonos más en el día a día, en como vivo hoy el Evangelio de Jesús,
en como va ese “termómetro” que mide mi capacidad de amar, de amar a Dios y de
amar al prójimo, para cada día poder experimentar en nuestro corazón la muerte
a nuestros egoísmos y miserias y la resurrección a la Divina Gracia que Dios en Jesús
derrama en nuestras vidas desde los Sacramentos del Redentor que la Iglesia guarda, atesora y
administra para nuestro regocijo y salvación.
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