El
Evangelio de hoy, que trata de la curación de los diez leprosos no deja de
sorprenderme, ciertamente es una narración muy triste, y es triste porque da
pena que el hombre sea tan ingrato en su diario vivir.
Aquí
tenemos a diez leprosos que confían, creen, acuden a Jesús, y mira, quedan
limpios, el acudir a Él les ha curado la lepra. Pero ¿y la gratitud?, ¿no se
supone que los diez fuesen agradecidos de aquel que ha hecho tanto por ellos?.
No
cambiamos. Somos iguales, o peor. Sabemos y decimos siempre que el pecado es la
lepra del alma, y ahí está Jesús, con un corazón tan grande que siempre está
dispuesto a perdonar, a borrar nuestras miserias, a curar nuestra lepra, a
arrancar de cuajo las cadenas de nuestra esclavitud, de nuestra servidumbre, a
hacernos LIBRESSSSS.
Pero
a pesar de saberlo, nuestra ingratitud pasa por ignorarlo, por hacernos los
locos, por reconocer que de ese corazón traspasado brota ese divino manantial
de gracia tras gracia que es la vida Sacramental, pero que vamos dejando a un
lado y aunque nos vemos destrozados por la lepra de nuestras miserias ya ni nos
molestamos en gritar: “Señor, apiádate de nosotros”, nada, nos acostumbramos a
vivir embarrados y despreciamos EL AGUA VIVA que nos habría de lavar, de
purificar, de sanar.
Señor,
te hemos hecho altares, te hemos dado culto, te hemos erigido REY pero a
nuestro estilo y nos hemos olvidado de que tu reinado no es de este mundo, que
tu reinado está principalmente en el corazón del sencillo, del humilde, del que
es capaz de negarse, del que deshecha de su corazón el orgullo, la vanagloria,
la vanidad, el creerse gran cosa.
Ayúdanos
pues a ser mansos y humildes de corazón para asemejarnos a ti, para ser
agradecidos y para amarte en los que sufren, en los pobres, en los marginados, en
los despreciados de este mundo consumista y adorador del poder y del capital.
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