“Se
unen en la Orden
sin conocerse, viven sin amarse, mueren sin llorarse”
Yo
no soy nadie para hacer un juicio de los sentimientos de este filósofo francés,
pero si puedo hacer un juicio de la experiencia de mi propia vida, que desde el
año 1969 en que entré a vivir en un Convento, allá en mi tierra, Cantabria,
hasta la fecha, han pasado ya muchos años, si el cálculo no me falla son 47.
En
estos años he conocido frailes que han
ido partiendo de este mundo, esta experiencia me ha marcado profundamente. Ya
en mis primeros años en la Orden
cobra relevancia la pérdida de dos hermanos muy entrañables, en Villava, el P.
Francisco Fernández, con sus 99 años, toda una institución; yo sentado en una
silla junto a su cama durante su agonía hasta que murió, ¡Cuánto lloré¡ y el P.
Juan Zabala, que murió estando yo de vacaciones en Santander, de ambos era yo
su enfermero.
Posteriormente
la muerte del queridísimo P. José Larrínaga, mi primer prior y tantos otros de España, de Puerto Rico, (Yauco, Bayamón,
Cataño…), de Holanda, de la Provincia Bética ,
de esta misma casa el recuerdo de Fray Vicente, del P. Gonzalo… y ahora de la Provincia Hispania
que han ocasionado por su estima y su cariño no pocas lágrimas. No. No es
cierto, aunque sí lo es que venimos a la Orden sin conocernos, sin saber unos de otros,
pero que cuando compartimos la vida, este peregrinaje, este proyecto marcado
por Santo Domingo hace ya 800 años, llegamos a querernos, cierto que llegamos a
querernos, y la muerte, como pasa en todas las familias, también en la familia
religiosa, provoca el llanto, el dolor, el sentido de pérdida. Te hace sentir
ese vacío, esa angustia, ese recuerdo, que aún pasando décadas y décadas no
olvidas nunca.
Esto
es así, así tiene que ser, te vas cruzando en el camino con tantas personas que
dejan su recuerdo, también en las grandes comunidades, las parroquiales, las
asociaciones, las Hermandades, es lo bonito de la vida, el sentirse querido por
otros y el darte a otros, dar de ti, dar el corazón. El amor que se encierra y
no se da, como el grano de trigo si no se siembra y muere, queda sin dar fruto.
Por algo dice San Juan de la Cruz :
“Seremos juzgados en el amor”.
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