jueves, 3 de marzo de 2016

DOMINGO IV DE CUARESMA. Ciclo C.




“Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo: deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido, estaba perdido, y lo hemos encontrado”

En la primera lectura del Libro de Josué, 5, el Señor dice: “Hoy os he despojado del oprobio de Egipto”, este no es un anuncio solamente dirigido a los israelitas liberados de la esclavitud y errantes durante cuarenta años por el desierto, es un anuncio para nosotros, que por el gran amor que Dios nos tiene nos despoja, por Jesucristo, su Hijo,  del oprobio del pecado y nos alimenta, no con maná, con su propio Cuerpo y Sangre, para que libres del pecado podamos caminar nuestro propio peregrinaje con una cabeza bien alta, no agachados y avergonzados por nuestros pecados, y sí sintiéndonos salvados por aquel que no vaciló un instante en abrazar el leño de la Cruz para rescatarnos a precio de Sangre, vida por vida, para manifestar su AMOR y su MISERICORDIA.

Este es el mismo mensaje que nos deja la segunda lectura de San Pablo a los Corintios, 5,17, nos dice algo que siempre hemos de recordar: “Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo” y nos deja una misión: RECONCILIAR.

Cada uno de nosotros tenemos que reconciliarnos con Cristo, pero también tenemos el mandato divino de vivir reconciliados con el hermano. Aquí se marca perfectamente estas dos dimensiones de la vida cristiana (+) una horizontal: hombre-Dios y  otra vertical: hombre-hombre. Curiosamente algunos creen muy importante esa dimensión Hombre-Dios, pensando que si están bien con Dios, personalmente, Él está contento con nosotros y no se preocupará tanto de cómo actúo yo con mi prójimo, pero la realidad es que si yo en las relaciones con el hermano, con el prójimo, abandono esta misión de ser MISERICORDIOSO, ROMPO automáticamente mis relaciones con Dios, pues actuamos como enviados de Cristo y no podemos actuar en la vida desprestigiando ni el plan de Dios para los hombres ni el Evangelio del Señor, no el Evangelio escrito, el que anunciamos a los demás con nuestro comportamiento, con las acciones cotidianas, con nuestra manera de actuar desde el amor, desde la compasión y la MISERICORDIA.

También está entrelazado el Evangelio  de San Lucas, 15, 1-3, 11-32; con la hermosa parábola del Señor que estamos acostumbrados a llamar la del “hijo pródigo”, pero que se asemeja quizás más aún a la del “Padre misericordioso” sin olvidarnos de lo que puede ser una trampa para cada uno de nosotros cuando nos sentimos como el hijo cumplidor y obediente que tenemos como asegurada ya “pertenencia” a la Casa del Padre, aquí, en esta parábola, como en la vida misma ni el malo es tan malo ni el bueno es tan bueno, lo único seguro es que el Padre está lleno de AMOR, así, con mayúsculas, un amor esperanzado, compasivo, alegre, lleno de vida, un amor que lo cambia todo, lo transforma, lo hace nuevo, ese amor que nosotros necesitamos para nosotros mismos, para nuestras Comunidades, para la Iglesia, que nos convierta, nos haga nuevos cada día y nos de la certeza que Él y solo Él es capaz de vestirnos con el auténtico traje de fiesta para poder pasar a su banquete.


En este año de la Misericordia es importante que leamos y releamos muy bien esta parábola para que nos motive a vivir la experiencia del cambio, la conversión, y busquemos par ello, para alcanzarlo plenamente del Sacramento de la Reconciliación. No hay otra manera, nadie puede inventarse otra forma, solamente a través de él, con un corazón contrito, seremos capaces de revestirnos de nuevo, dejando a un lado los harapos, consecuencia de nuestros pecados, y vivir en el amor de Dios, sabiéndonos de verdad, todos, cada uno de nosotros, predicadores de la MISERICORDIA.

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