¿Qué tengo yo, que mi amistad procuras?
¿Qué interés se te sigue, Jesús mío,
que a mi puerta, cubierto de rocío,
Pasas las noches del invierno oscuras?.
¡Oh, cuánto fueron mis entrañas duras,
Pues no te abrí!; ¡que extraño desvarío,
Si de mi ingratitud el hielo frío
Secó las llagas de tus plantas puras!.
¡Cuántas veces el ángel me decía:
“Alma, asómate ahora a la ventana,
Verás cuan cuanto amor llamar porfía”!
¡Y cuántas, hermosura soberana:
“Mañana le abriremos”, respondía,
Para lo mismo responder mañana!
Vivimos en un mundo intransigente, un mundo egoísta, un
mundo de ciegos. Esta ceguera nos impide ver al Señor que está a nuestra puerta
llamando, también vivimos en un mundo que nos ensordece con sus pesados ruidos,
ponemos el auricular bien alto en nuestra oreja para “aislarnos” de los demás y
quedarnos sumergidos en la miseria de nuestro pobre mundo,
Pero la realidad está ahí, nadie, aunque muchos lo intentan
y lo quieren, pueden ocultar con que tesón el Señor llama y con qué paciencia
el Señor espera, Él no tiene prisa, tarde o temprano ese auricular caerá de
nuestra oreja y no nos quedará otro remedio que escucharlo, que prestarle
atención, lo triste de todo esto que ya puede ser demasiado tarde.
Presta atención cuando escuches a tu ángel decirte: Alma, asómate
a la ventana, mira con cuanto amor llamar porfía. No responsas dejándolo para
mañana y hacer de ese mañana una eternidad de desprecio al amor que nunca te
falla.
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