Rilke, el poeta, vivió un tiempo en París. Todos los días
iba, acompañado de una amiga francesa, a la Universidad y recorría
una calle muy concurrida.
En una esquina de esta calle estaba siempre una mujer
pidiendo limosna a los que pasaban. La mujer se sentaba siempre en el mismo
sitio, inmóvil como una estatua, con la mano extendida y los ojos fijos en el
suelo.
Rilke nunca le daba nada, pero su acompañante le daba
frecuentemente algunas monedas.
Un día la joven francesa le preguntó extrañada al poeta
- ¿Porqué no le das nunca limosna a la pobre mujer?
- Debemos llegar a su corazón, no a sus manos -le respondió
el poeta.
Al día siguiente Rilke llegó con una esplendida rosa recién
abierta, la puso en la mano de la mujer e hizo ademán de marcharse.
Entonces ocurrió lo inesperado: la mujer alzó los ojos, miró
al poeta, se levantó a duras penas del suelo, tomó la mano del hombre y la
besó. Después se marchó apretando la rosa en su seno.
Durante una semana nadie la vio. Pero ocho días después, la
mujer, silenciosa e inmóvil como siempre, estaba de nuevo sentada en la misma
esquina de la calle.
- Durante todos estos días en que no ha recibido limosnas,
¿de qué habrá vivido la pobre mujer? preguntó la joven francesa.
- De la rosa, respondió el poeta.
La pobreza no se quita con limosnas, se quita con amor. Si
ponemos amor en nuestra vida ese amor obrará milagros. Que cada pobre tenga su
rosa, tenga el amor que la vida o el infortunio seguramente le ha robado.
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