En
la Alemania
nazi estaban bombardeando toda la ciudad los aviones de los aliados, una mujer
con sus hijos pequeños huyen de la ciudad y de noche se refugian en una iglesia
que ya ha sido bombardeada, quedando partes de ella intacta. Por la mañana,
cuando el sol alumbraba con toda su fuerza se despiertan los niños, y uno de
los pequeños tira del vestido de la madre preguntando con insistencia y
señalando con el dedo: “¿Qué es eso, madre?”, el niño señalaba a un gran vitral
que dejaba pasar los rayos de sol convertidos en un espectáculo de colores. La madre,
sin apenas mirar, preocupada en otras cosas más urgentes contesta al niño: “es
un santo”.
Pasados
los años, este niño ya universitario, hablando con otros jóvenes alemanes sobre
lo que era la santidad, acordándose de su infancia, dio esta respuesta: “La santidad es dejar
pasar la luz que viene del cielo y está llena de colores”.
Esta
luz no es otra cosa que la fuerza del Espíritu Santo, que al entrar en
nosotros, nos invade con su gracia y nos capacita para irradiar su luz a los
demás. La santidad es posible solamente si abrimos nuestro corazón a la acción
del Espíritu Santo.
Que
Pentecostés se realice en nosotros para ser luz del mundo capaz de cambiar los
corazones hostiles e indiferentes en corazones dóciles a la voluntad de Dios.
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