martes, 5 de marzo de 2013

IV DOMINGO DE CUARESMA. Ciclo C.




"Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo"

Lectura del santo Evangelio según San Lucas 15, 1-3. 11-32

En aquel tiempo, se acercaban a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos y los letrados murmuraban entre ellos:
–Ese acoge a los pecadores y come con ellos.
Jesús les dijo esta parábola:
Un hombre tenía dos hijos: el menor de ellos dijo a su padre:
–Padre, dame la parte que me toca de la fortuna.
El padre les repartió los bienes.
No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente.
Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad.
Fue entonces y tanto le insistió a un habitante de aquel país, que lo mandó a sus campos a guardar cerdos. Le entraban ganas de llenarse el estómago de las algarrobas que comían los cerdos; y nadie le daba de comer.
Recapacitando entonces se dijo:
–Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros.»
Se puso en camino adonde estaba su padre: cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y echando a correr se le echó al cuello y se puso a besarlo.
Su hijo le dijo:
–Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo.
Pero el padre dijo a sus criados:
–Sacad en seguida el mejor traje, y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete; porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado.
Y empezaron el banquete.
Su hijo mayor estaba en el campo.
Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y el baile, y llamando a uno de los mozos, le preguntó qué pasaba.
Este le contestó:
–Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud.
El se indignó y se negaba a entrar pero su padre salió e intentaba persuadirlo.
Y él replicó a su padre:
–Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; y cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado.
El padre le dijo:
–Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo: deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido, estaba perdido, y lo hemos encontrado 

Mirándolo fríamente la Parábola nos presenta un Padre bueno, lleno de amor y misericordioso que tiene dos hijos, malos los dos: mezquino el uno y abusador el otro. Mezquino porque no es capaz de perdonar el extravío de su propio hermano ni de comprender al corazón generoso y lleno de amor de su Padre. Y abusador el otro porque aunque la vida de familia siempre “ata” el hecho de pedir su parte de la herencia para luego derrocharla con “esos amigos” que solamente están contigo cuando tienen algo que sacarte y luego desaparecen, es un abuso, un atropello al amor del Padre y una falta  de respeto al propio hermano que trabaja en la hacienda familiar y ha de seguir trabajando con él para el bienestar de la familia.

En esta parábola tenemos que redescubrir al Dios de la misericordia que nos revela Jesús, muy distinto a ese Dios vengador o justiciero que en ocasiones contemplamos en el antiguo Testamento, pero que como recordamos en la gran fiesta de la Iglesia, la Vigilia Pascual, todo el AT lo tenemos que leer y releer a la luz del NT, es decir, a la luz de Jesucristo. Y también, por qué no, un Dios tantas veces lejano a nuestros propios criterios, donde somos dados a “hacerle” a nuestras medidas o a nuestras mediocres visiones de lo que entendemos o nuestra sociedad de hoy en día entiende por Dios o de Dios.
Cuando escuchamos esta parábola del Hijo Pródigo (así la llamamos), más bien tendría que ser la Parábola del Padre Misericordioso, solemos sentirnos representados o retratados en ese hijo pequeño, hijo despilfarrador o pródigo, que, arrepentido, regresa a los brazos del padre pacientemente misericordioso. Y parece que eso nos invita a restaurar un poco nuestra fe tantas veces tambaleante para así, en estos tiempos fuertes, como la Cuaresma poder afianzarla.
 Pero la realidad de nuestras vidas es que cada uno de nosotros somos un poco los tres personajes de la parábola; somos en muchas ocasiones hijos arrepentidos, cargados de nuestras miserias y pecados que queremos volver al Padre en busca de su perdón y de su misericordia, hijos que aunque “felices” con nuestros “gozos o disfrutes” durante el tiempo en que la esclavitud del pecado nos ha tenido amarrados, la conciencia nos obliga a querer salir de esa pesadilla de esclavitud para retornar a la libertad que solamente Dios nos ofrece.
Pero también podemos ser padres misericordiosos, imitando así a la misericordia de Dios, llenos de amor y de ternura,  que haciendo gala de toda nuestra bondad, tenemos las cualidades necesarias para intentar parecernos al Padre Dios con un corazón compasivo y misericordioso.  
Pero por desgracia, a quien más nos parecemos nosotros, los de casa, los siempre fieles a la Iglesia, los de la misa diaria, los que trabajamos en la viña del Señor, es al hermano mayor, que no entiende para nada la misericordia de su padre, y que, incluso, le parece injusta. Pues nuestra “cercanía” con el Señor nos da “derecho o la arrogancia” a juzgar al Padre de la Misericordia y si hace falta a criticar lo que nosotros pensamos son blandeces de corazón pues no tiene para con sus hijos pequeños, despiadados, pecadores y desobedientes una respuesta dura y contundente como a nosotros nos gustaría poderles dar y de hecho damos y marginamos, y condenamos y excluimos por la sencilla razón que nosotros nos consideramos los buenos y a ellos los malos y olvidamos que Cristo ha venido precisamente para salvar a los pobres pecadores. 
Muchas veces razonamos así: Yo, que he entregado mi vida a Dios; que he sido “bastante” fiel, ¿cómo puedo ser sobrepasado por gente advenediza de última hora?. Y es que la lógica de Dios, que no es otra que la lógica del amor, rompe nuestros esquemas en los que nos parece merecer la salvación cuando es puramente gratuita. Tenemos que pedir con insistencia para que el Señor nos conceda la humildad y así poder tener la capacidad de descubrir, no nuestros méritos, que éstos valen muy poco,  sino la gracia de su amor, de su perdón y de su acogida, de su misericordia.
Dice San Juan Crisóstomo: «Después que el hijo pródigo sufrió en una tierra extraña el castigo digno de sus faltas, obligado por la necesidad de sus males, esto es, del hambre y la indigencia, conoce que se ha perjudicado a sí mismo, puesto que por su voluntad dejó a su padre por los extranjeros; su casa por el destierro; las riquezas por la miseria; la abundancia por el hambre, lo que expresa diciendo: “Pero yo aquí me muero de hambre”. Como si dijese: yo, que no soy un extraño, sino hijo de un buen padre y hermano de un hijo obediente; yo, libre y generoso, me veo ahora más miserable que los mercenarios, habiendo caído de la más elevada altura de la primera nobleza, a lo más bajo de la humillación».

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