Los siete dones del Espíritu Santo
pertenecen en plenitud a Cristo, Hijo de David. Completan y llevan a su
perfección las virtudes de quienes los reciben. Hacen a los fieles dóciles para
obedecer con prontitud a las inspiraciones divinas.
Don de sabiduría:
Nos hace comprender la maravilla insondable de Dios y nos impulsa a buscarle sobre todas las cosas, en medio de nuestro trabajo y de nuestras obligaciones. Nadie conoce a Dios si no es bajo la obra de su Don admirable.
Don de inteligencia:
Nos descubre con mayor claridad las riquezas de la fe. Nos capacita para el CONOCIMIENTO en general, abre nuestro corazón a otras posibilidades además de lo que estudiamos, leemos o comprendemos.
Don de consejo:
Nos señala los caminos de la santidad, el querer de Dios en nuestra vida diaria, nos anima a seguir la solución que más concuerda con la gloria de Dios y el bien de los demás. Así lo vivimos y así lo enseñamos con palabras y sobre todo con acciones cotidianas.
Don de fortaleza:
Nos alienta continuamente y nos ayuda a superar las dificultades que sin duda encontramos en nuestro caminar hacia Dios. Fortalece toda nuestra vida para no abandonar, para permanecer firmes en todo tiempo de nuestra vida, tanto en el dolor, la angustia y la flaqueza como en tiempos buenos o abundantes.
Don de ciencia:
Nos lleva a juzgar con rectitud las cosas creadas y a mantener nuestro corazón en Dios y en lo creado en la medida en que nos lleve a Él. Nos acercamos más a Él a través de la maravillosa obra de la Creación o del mismo progreso de la ciencia. Detrás de la mano humana que progresa está la mano invisible de Dios creador incluso a través del ser humano.
Don de piedad:
Nos mueve a tratar a Dios con la confianza con la que un hijo trata a su Padre. Da a nuestro corazón esa alegría desbordada cuando nos acercamos a Él, a lo que consideramos viene de lo Divino. Nos capacita para mirar esperanzados al cielo y a vivir dentro de los Sacramentos que Jesús dejó a la Iglesia como su más grande tesoro.
Don de temor de Dios:
Nos induce a huir de las ocasiones de pecar, a no ceder a la tentación, a evitar todo mal que pueda contristar al Espíritu Santo, a temer radicalmente separarnos de Aquel a quien amamos y constituye nuestra razón de ser y de vivir; pero también a ser luchadores contra las tentaciones, a crecernos cuando aún vencidos por el pecado volvemos nuestro corazón al Padre, como el Hijo Pródigo, a sacar bienes de los males e incluso de la miseria humana. Con Cristo no somos nunca fracasados, con él somos vencedores. Con palabras modernas podemos “reciclar” nuestros pecados y miserias para que nos sirva de crecimiento espiritual y nos acerquen más convencidos a Dios.
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